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en fuente de injusticias. Con la aplicación de la pena capital, se le niega al
condenado la posibilidad de la reparación o enmienda del daño causado;
la posibilidad de la confesión, por la que el hombre expresa su conversión
interior; y de la contrición, pórtico del arrepentimiento y de la expiación,
para llegar al encuentro con el amor misericordioso y sanador de Dios.
La pena capital es, además, un recurso frecuente al que echan mano
algunos regímenes totalitarios y grupos de fanáticos, para el exterminio de
disidentes políticos, de minorías, y de todo sujeto etiquetado como « peli-
groso » o que puede ser percibido como una amenaza para su poder o para
la consecución de sus fines. Como en los primeros siglos, también en el
presente la Iglesia padece la aplicación de esta pena a sus nuevos mártires.
La pena de muerte es contraria al sentido de la humanitas y a la
misericordia divina, que debe ser modelo para la justicia de los hombres.
Implica un trato cruel, inhumano y degradante, como también lo es la
angustia previa al momento de la ejecución y la terrible espera entre el
dictado de la sentencia y la aplicación de la pena, una « tortura » que, en
nombre del debido proceso, suele durar muchos años, y que en la antesala
de la muerte no pocas veces lleva a la enfermedad y a la locura.
Se debate en algunos lugares acerca del modo de matar, como si se
tratara de encontrar el modo de « hacerlo bien ». A lo largo de la historia,
diversos mecanismos de muerte han sido defendidos por reducir el sufri-
miento y la agonía de los condenados. Pero no hay forma humana de matar
a otra persona.
En la actualidad, no sólo existen medios para reprimir el crimen eficaz-
mente sin privar definitivamente de la posibilidad de redimirse a quien lo ha
cometido (cf. Evangelium vitae, 27), sino que se ha desarrollado una mayor
sensibilidad moral con relación al valor de la vida humana, provocando una
creciente aversión a la pena de muerte y el apoyo de la opinión pública a
las diversas disposiciones que tienden a su abolición o a la suspensión de
su aplicación (cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 405).
Por otra parte, la pena de prisión perpetua, así como aquellas que por
su duración conlleven la imposibilidad para el penado de proyectar un futuro
en libertad, pueden ser consideradas penas de muerte encubiertas, puesto
que con ellas no se priva al culpable de su libertad sino que se intenta
privarlo de la esperanza. Pero aunque el sistema penal pueda cobrarse el
tiempo de los culpables, jamás podrá cobrarse su esperanza.