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Sale en la misma tradición bíblica, ¿no es cierto? Moisés necesita instituir
setenta jueces para que lo ayuden, que juzguen los casos, el juez a quien
se recurre. Y también en este proceso de licuefacción, lo contundente, lo
concreto de la realidad afecta a los pueblos. O sea, los pueblos tienen una
entidad que les da consistencia, que los hace crecer, y hacer sus propios
proyectos, asumir sus fracasos, asumir sus ideales, pero también están su-
friendo un proceso de licuefacción, y todo lo que es la consistencia concreta
de un pueblo tiende a transformarse en la mera identidad nominal de un
ciudadano, y un pueblo no es lo mismo que un grupo de ciudadanos. El
juez es el primer atributo de una sociedad de pueblo.
La Academia, convocando a los jueces, no aspira sino a colaborar en
la medida de sus posibilidades según el mandato de la ONU. Cabe aquí
agradecer a aquellas Naciones que por intermedio de los Embajadores ante
la Santa Sede no se han mostrado indiferentes o arbitrariamente críticas,
sino que, por el contrario, han colaborado activamente con la Academia
en la realización de esta Cumbre. Los Embajadores que no sintieron esta
necesidad, o que se lavaron las manos, o que pensaron que no era tan
necesario, los esperamos para la próxima reunión.
Pido a los jueces que realicen su vocación y misión esencial: establecer
la justicia sin la cual no hay orden, ni desarrollo sostenible e integral, ni
tampoco paz social. Sin duda, uno de los más grandes males sociales del
mundo de hoy es la corrupción en todos los niveles, la cual debilita cualquier
gobierno, debilita la democracia participativa y la actividad de la justicia.
A ustedes, jueces, corresponde hacer justicia, y les pido una especial aten-
ción en hacer justicia en el campo de la trata y del tráfico de personas y,
frente a esto y al crimen organizado, les pido que se defiendan de caer en
la telaraña de las corrupciones.
Cuando decimos « hacer justicia », como ustedes bien saben, no enten-
demos que se deba buscar el castigo por sí mismo, sino que, cuando caben
penalidades, que éstas sean dadas para la reeducación de los responsables,
de tal modo que se les pueda abrir una esperanza de reinserción en la
sociedad, o sea, no hay pena válida sin esperanza. Una pena clausurada
en sí misma, que no dé lugar a la esperanza, es una tortura, no es una
pena. En esto yo me baso también para afirmar seriamente la postura de
la Iglesia contra la pena de muerte. Claro, me decía un teólogo que en la
concepción de la teología medieval y post-medieval, la pena de muerte tenía